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Una orgía caníbal

Una orgía caníbal

Reseña de ‘Cuidados paliativos’ (2022) de Naisha Herrera

Guillermo Molina Morales
Julián Santamaría Bonilla

Una orgía caníbal

Días antes de la celebración de Halloween de 1990, la BBC transmitió un especial llamado Horror Café en el que participaron diferentes leyendas del género del terror: Clive Barker, John Carpenter, Roger Corman, Ramsey Campbell, Lisa Tuttle, y Peter Atkins conformaron el elenco de esa noche. Durante una de sus intervenciones, Carpenter, icónico director de cine por películas como La nieblaHalloweenLa cosa, sostuvo que hay dos tipos de horror. El primero, de corte conservador y chauvinista se podría resumir en la máxima “somos una tribu y el mal está allá afuera”. El segundo, de carácter transgresor y, en cierta medida, de “izquierda”, es aquel que demuestra que el mal se encuentra dentro de nosotros como sociedad y como individuos. 

Siguiendo esta clasificación, podríamos decir que Cuidados paliativos entra en la segunda categoría. Se trata del primer libro de Naisha Herrera (Bogotá, 1997), licenciada en Lengua Castellana por la Universidad Distrital de Bogotá, publicado por el Proyecto Editorial Hijo de los Días en 2022.

Lo primero que llama la atención del poemario es su distancia respecto a los patrones más habituales de la poesía en Colombia, que se alinean con un lirismo que exalta y sacraliza la poesía. A partir de esta falta de pretensiones es que la obra se da la libertad de dar ciertos giros inesperados a temas muy tratados por la tradición poética, como el amor, el erotismo, la muerte y el deseo. Lo consigue a través de imágenes del horror, ya no tan frecuentes en la poesía, como el canibalismo y el desmembramiento de cuerpos.

Ya desde el primer poema, “Pre-posición”, se inauguran varios de los temas que atraviesan el poemario: el cuerpo, la violencia y la coerción, así como la tendencia hacia la prosa. Al declarar

       “Disecaron un mundo tras de mí y he tenido que vivir con los recuerdos de
       un cuerpo que no encuentra forma de expandir sus latidos bajo este pecho
       inmovilizado con olores de laboratorio” (7),

la voz poética establece que existe una relación conflictiva entre el yo y el mundo circundante, donde la coerción y la imposición son la norma. No obstante, esto evoluciona a lo largo del poemario, ya que no se limita al reclamo y a la quejumbre.  Conforme se desarrolla el libro, los diferentes poemas van construyendo una visión de la violencia de la que la misma voz poética es también perpetradora.

Esto no solo ocurre en poemas como “Confidencia” y “Confieso”, donde admite sus pulsiones oscuras, sino que la misma voz poética puede llegar a comportarse de manera agresiva y tosca con el lector. Por ejemplo, en “Orfeo” y “Sólo serán unas cuantas preguntas”, se emplea la segunda persona gramatical para cooptar su subjetividad y someterlo. En el caso del segundo, nos encontramos con un título que se asemeja a los diálogos de las películas en las que un detective interroga a un sospechoso bajo sospecha de culpabilidad. Y es precisamente eso lo que sucede en el poema. La voz poética hace algunas preguntas retóricas de tal manera que todo lo que detalla sea tan solo un escenario hipotético. No obstante, en el último verso, el lector se encuentra con que debe abandonar los signos de interrogación y releer el poema bajo una nueva luz, de tal manera que el encuentro con la violencia deja de ser posibilidad y pasa a ser una inevitabilidad: “está claro que todos hemos tenido la desgracia de tropezarnos con una paloma muerta en medio de cualquier cosa” (37).

De esta manera, el poema busca que el lector deje de ser un espectador más y que se unte de la violencia sin muchas posibilidades de escapar, como si quisiera llevarnos de la mano e incluirnos en esa gran “orgía de cuerpos que se levantan por el calor del lodo de la tierra” (25) a la que se refiere “Sustantivos comunes”. Este poema, aunque sencillo, puede ser la imágen que mejor encapsula la propuesta de Herrera: no hay distinción entre el yo, el otro y el nosotros, es borrosa la línea que separa lo erótico de lo violento. Y es que, como bien lo sugiere el crítico literario irlandés Darryl Jones, el horror surge en los márgenes de las barreras que utilizamos para separar la muerte de la vida, o lo humano de lo no humano, aquel espacio en el que nuestro sentido de la certeza, la unidad y la integridad son puestos a prueba.

Y es que los poemas mejor logrados del libro son aquellos que ponen en tensión polos aparentemente distantes. Por ejemplo, una de las imágenes más memorables es aquella que juega con la tensión entre el amor y la violencia en “Un reprochable comportamiento la noche de mayo”. Allí, la voz poética vuelve a hablarle a una segunda persona hipotética para rendirle explicaciones del por qué le deja “sangrando en plena madrugada”. El poema comienza con cierta ternura e inocencia, pero poco a poco se torna violento: 

       “¿Cómo iba yo a saber que se le pegaría tanto pellejo, que con ella me
       traería también los callos de tus dedos? No había forma de predecir
       que los lunares  iban a ser extirpados tan violentamente de tu espalda
       y se quedarían allí adheridos” (17).

Con esa sencilla, pero efectiva transición, se destila la forma en que las relaciones amorosas parecen seguir un tránsito natural cuyo despertar se da en la ternura y la entrega, para luego dirigirse hacía su ocaso en la violencia y el arrepentimiento. Son esos giros repentinos los que hacen que el poemario de Herrera se aleje de la forma tan ramplona con la que se suele abordar la poesía amorosa y erótica.

Otro poema que destaca por su uso de la tensión es “De venturas ajenas”. En este texto, de corte fuertemente narrativo, el lector asiste a un pequeño juego entre dos amigas adolescentes con un trasfondo oscuro. Se trata de una competencia entre ambas en el que se  de quien de las dos es más desdichada con disputas como:

       “A veces llegaba al salón a mostrarme el morado en su pie cuando
       lo había golpeado sin querer con el borde de la cama. Yo, en cambio,
        llevaba listas las ojeras de la semana” (22).

No obstante, esa banalidad e inocencia de aquellos años en los que se quería determinar la ganadora al contar “cuántos muñecos había perdido cada una en el centro comercial” (22), sutilmente son dejadas de lado cuando después de un tiempo sin verse con su amiga, la voz poética afirma: “por casualidad me han contado de la carta que dejó, porque en algún lugar se tomó el trabajo de mencionarme, con descaro afirmando su triunfo” (22). El hecho de que se reproche el “descaro” de su amiga por su “triunfo”, antes que demostrar alguna señal de tristeza por su suicido inferido, establece una visión desacralizada de la muerte que recorre el libro.

No en vano, el título del libro, Cuidados paliativos, ya anticipa esto. En la visión de esta obra de Herrera, la muerte, más que un fenómeno de especial trascendencia es una mera realidad biológica, una posibilidad constante que late bajo todo aquello que se hace mientras se espera su llegada. Sin embargo, no se espera con desesperación y ansiedad, sino con la tranquilidad y serenidad de quien sabe que la muerte siempre ha sido una presencia que está a su lado.

El gran logro de Cuidados paliativos consiste en que es capaz de establecer una visión propia de los diferentes temas que lo componen sin estar, ni querer estarlo, dentro de los espacios dominantes y tradicionalistas de la poesía colombiana actual. Si se quisieran establecer diálogos provechosos con otros textos, lo ideal sería indagar en aquellas relaciones que se pueden trazar con escritoras latinoamericanas que han indagado y encontrado un asidero en lo macabro, como lo son Marosa di Giorgio y, más recientemente, Mariana Enríquez, Samantha Schweblin o Mónica Ojeda. En un ámbito geográficamente más cercano, también se pueden establecer interesantes diálogos con poetas colombianas que han dado centralidad al cuerpo, como Fátima Vélez y María Paz Guerrero.