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Principios de entropía

Principios de entropía

Reseña de 'Principia', de Elisa Díaz Castelo (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2018)

Isabel Bohórquez
Julián Santamaría

Principios de entropía

Principia es el primer libro de poesía publicado por Elisa Díaz Castelo (1986) y en él se empiezan a consolidar varios de los intereses de una de las poetas jóvenes más reconocibles de México en la actualidad. El poemario le valió el Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal de 2017 y el que le sigue, El reino de lo no lineal, el famoso Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes en 2020. A estos dos, se suma Proyecto Manhattan, libro publicado por la editorial Antílope en 2021. No sobra destacar la labor como traductora de Díaz Castelo que ya ha sido reconocida con el Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019, por su versión de Cielo nocturno con heridas de fuego de Ocean Vuong. 

El título de este primer poemario no solo es una clara alusión a la obra paradigmática de la ciencia moderna publicada por Sir Isaac Newton a finales del siglo XVII, también da luces sobre una posible clave de lectura. Al igual que la obra de Newton, el poemario parece sugerirnos que la ciencia, por más avanzada que sea, no es la salida final a los misterios de la vida ni la explicación última sobre la realidad. Más bien, es el principio, la apertura a nuevas indagaciones y paradigmas del sentir y el pensar. Después de todo, el pensamiento científico podrá responder a la pregunta del cómo, pero para responder el porqué y el para qué es necesario remitirse a otro tipo de terrenos como el teológico, el filosófico y el literario. 

El libro se divide en dos secciones: “Sobre el sistema del mundo” y “Sobre el movimiento de los cuerpos”. El primero de ellos se compone de poemas que principalmente se centran en la dimensión biológica y fisiológica. Allí, el cuerpo es abierto y ordenado en función de las leyes del universo y de la vida. En “Escoliosis”, el poema con el que se abre la primera parte, el cuerpo se plantea como un ente capaz de expresarse, de usar y de ser el lenguaje. De ahí que se refiera al padecimiento de la médula con expresiones como “mal conjugado” o como un “desdecir” del cuerpo. De hecho, pareciera que el uno se funde en el otro cuando se refiere a la plasticidad gráfica y sonora de la palabra “escoliosis” como “retorcida”. Este efecto solo se incrementa cuando se tiene en cuenta que la misma estructura del poema y sus quiebres sintácticos parecen ser una manifestación misma de una espina dorsal que padece esta dolencia.

En el poema, lenguaje y cuerpo se articulan para seguir algo parecido a lo que el médico alemán Viktor von Weizsäcker llama “dialecto del órgano”, es decir, el dolor como la forma en que el cuerpo logra comunicarse y hacerse presente ante el ser humano, quien suele obviar u olvidar su presencia al darle prioridad a los procesos mentales como el asidero más importante de lo que es el ser. En “Escoliosis”, la voz poética deja de ser una voz trascendente que ve al cuerpo como objeto externo, y reconoce su lugar como cuerpo encarnado, como materia que también es capaz de manifestarse, de hacerse presente, como si la fórmula de Juan 1:14, “El verbo se hizo carne”, se invirtiera. Así las cosas, lenguaje, cuerpo e intelecto parecieran mantener una relación de consubstanciación.

Ahora bien, si queremos acercarnos a uno de los procedimientos más usados en el poemario, un buen punto para comenzar es “Agujero negro”. En él se compara a un perro muerto que ve desde la ventana con una “estrella diminuta” que termina transformándose en un agujero negro. Poco a poco, la visión del cadáver se convierte en una fuerza gravitatoria de la que la voz poética no puede escapar nada, y así lo advierte:

      “Desde entonces
        gira mi vida rigurosa, mis días en ciernes
       espirales, en torno al sitio exacto
       de su cuerpo. Y éste se traga mi pasado,
       devora días y obras…” (20).

El pasado deja de ser un espacio prístino e inmutable. La conciencia de la transitoriedad se convierte en un frenesí y todo recuerdo, desde el tocador de perfumes de la abuela, el piano desdentado, el jardín de la casa y las comidas de domingo, son arrastrados hasta cerrar de esta manera:

       “ante la gravedad enorme de ese centro,
        en el que se desliza sin luz toda mi vida
        y las horas y días que se han ido
        y los años que me faltan
        para siempre” (20).

De hecho, la misma reducción paulatina de cada verso en este extracto denota ese mismo deslizamiento hacia la nada. De esta manera, Díaz Castelo, como sucede en varios de los poemas del libro, establece paralelos entre el fenómeno físico y una experiencia personal como una forma de iluminar el primero con el segundo y viceversa. En un sentido, la ciencia diluye el tono intimista de muchos de los poemas. El yo poético la utiliza para asimilar sus enfermedades, sus recuerdos familiares y sus pérdidas. En el otro sentido, vemos cómo esa apropiación hace que la ciencia deje de ser un lenguaje rígido y le permite demostrar sus capacidades plásticas.

Como ya hemos visto, el primer gesto es utilizar las estructuras y formas otorgadas por diferentes disciplinas científicas como un principio organizador para estructurar y pensar el sentir. No obstante, y como veremos más adelante, no se trata solamente de construcciones formulaicas en las que las estructuras del pensamiento científico funcionan como metáforas. Más bien, la experiencia propia y el sentir desde el cuerpo rebasan los órdenes impuestos hasta desestabilizarlos y exigen la búsqueda de un nuevo equilibrio.

Entonces, regresemos al cuerpo, uno de los temas centrales en “Esto otro que también me habita (y no es el alma o no necesariamente)”, otro de los poemas de la primera parte. Una vez el lector se adentra en el poema, se encuentra con que ese otro es la microbiota, cuya existencia, aunque menos cargada de connotaciones sublimes y trascendentales que las del alma, no deja de ser interesante, desconcertante y maravillosa. Podríamos decir que el texto dialoga con aquella vertiente de la poesía moderna basada en la máxima de Arthur Rimbaud: “Yo es otro”. Primero, demuestra que ese otro no es una abstracción, sino una realidad biológica. De hecho, nos invita a considerar que yo no solo es otro, es millones. A partir de una descripción desenfrenada y algunos intersticios de reflexión sobre las implicaciones de este hecho, el poema sugiere cómo nuestra relación con estos microorganismos ponen bajo un nuevo lente la pregunta por la identidad personal: “Somos ellos: son nosotros. no hay dualismo/ni monismo” (35). De nuevo, no nos encontramos ante la ciencia como la solución de un enigma, sino como el inicio de nuevos espacios para que el ser humano imagine y reflexione.

En la segunda parte, “Sobre el movimiento de los cuerpos”, la mirada gira hacia campos como la astrofísica y la cosmología. Allí, el lector vuelve a encontrar al cuerpo humano, pero esta vez como variable de una ecuación o como parte de un sistema de astros.

Por ejemplo, “Puntos de Lagrange” abre con una oración en prosa llana, meramente descriptiva y abstracta que se asemeja a una definición enciclopédica de este concepto de la física: “Son sitios donde se anula la fuerza gravitacional de dos astros” (61). Esta simulación del lenguaje científico también se da con el uso de las “L”s que preceden cada una de las cinco partes del poema, como si el poema fuera la enunciación de leyes científicas. No obstante, para la tercera oración, la voz poética se da la licencia de empezar a jugar con antes que con mayor libertad y expresividad en su lenguaje en fragmentos como: “Son cinco puntos entre la Tierra y la Luna donde no existe el impulso de caer. Cinco gajos de espacio, cinco lagunas quietas, cinco calles donde no sirven los semáforos” (61) y poco a poco la sintaxis clara y definida del principio pierde su mesura: 

        “Ahí donde creemos. Antes de la tarde cuando empezó, justo. Los minutos, segundos. Antes de que las cosas. Se rompan. El         instante anterior a soltar todo. Vasos, manos. Lo mejor siendo lo previo, lo casi. Lo mejor siendo no tomar la decisión. En el camino a algo.         Carretera. Disyuntiva. Bifurcación. Ahí, detenidos en la duda. En el minuto antes de tender hacia algo” (62).

Es a través de este desenfreno sintáctico y de sentido en el hilo de ideas que se hace palpable una de las ideas de las que trata el poema: lo escurridizo que es el tiempo. No en vano, el poema declara que el sentimiento de ingravidez y suspensión espacial que se debe sentir en un punto de Lagrange es extrapolable a la forma en que el ser humano siente el discurrir del tiempo y lo efímero de su existencia: 

       “Quizá sólo existimos plenamente. a medio camino entre dos fuerzas. antes de decidir. En equilibrio fácil o llanura. Sólo en el         titubeo, corazonada” (62).

De esta manera, los puntos de Lagrange en el poema no son solo un hecho anecdótico. Son una forma de demostrar cómo la sensibilidad poética está estrechamente relacionada con los diferentes fenómenos que explora la física.

Algo similar ocurre en “Materia oscura”, un claro ejemplo de la naturaleza y del orden de este poemario. En él, Díaz Castelo utiliza de nuevo el recurso de la enumeración como principio ordenador y emplea, de nuevo, un lenguaje prosaico que pareciera ser extraído de algún tipo de enciclopedia para dar inicio al poema:

       “Es bien sabido que las lentes gravitacionales, la formación de estructuras, la fracción de bariones y la abundancia de cúmulos,         combinada con pruebas independientes para la densidad, indican que de 85% a 90% de la masa del universo no es visible” (71).

Sin embargo, el poema oscila entre el orden y la entropía. Cada una de las partes impares, como esta, se caracteriza por el orden de la prosa llana, por una aparente visión objetiva y factual. Mientras que, en los apartados pares sucede todo lo contrario. Cualquier principio de orden exógeno es abandonado en ellos. No se usan mayúsculas iniciales ni puntuación y la sintaxis es libre de nuevo para invocar nuevas relaciones e imágenes y convertir al poema en un espacio de reflexión en torno a las relaciones entre seres humanos, su fragilidad y, a la vez, de su fuerza.

Precisamente la coexistencia de estos dos acercamientos tan disimiles sugiere la existencia de “algo que mantiene al universo unido. Más allá de lo que vemos.” (69): la materia oscura. Y, ¿no es acaso una fuerza similar la que une las cosas más disimiles y hace posible  transmutación de una cosa en otra y por extensión tantas formas del arte y la literatura? La misma que permite la existencia de metáforas, que los sentidos puedan trastocarse y ser uno para genera la sinestesia y que unos trazos de se conviertan en un retrato.

En la poética de Díaz Castelo, la ciencia no es una fría calculación del mundo donde cada fenómeno es explicable, comprensible y reductible a su dimensión física. Más bien, propone que el lenguaje científico, tantas veces visto como la antítesis del literario, se alza como una alternativa para revitalizar la esterilidad y agotamiento de los lenguajes poéticos demasiado acostumbrados a la endogamia. Precisamente eso esa es la intención que ha declarado en Principios de incertidumbre: poesía y ciencia, pero que en Principia se materializa. Estamos ante una obra que demuestra con gran destreza que el mundo físico, ya sea desde la ciencia o desde la enfermedad, es mucho más que una fuente de inspiración para escudriñar el cuerpo y explicar los huesos para organizar el dolor desde el sismo y la combustión. Lejos de una reducción, es la poesía como desorden, como entropía de la que surgirá el equilibro de este sistema en el que ciencia y poesía son un uno indistinguible.