Alejandro Sánchez
Al primer libro de poemas de la barranquillera Johanna Barraza Tafur entramos guiados por un epígrafe extraído de la obra de María Mercedes Carranza que, en un tono “profético”, nos habla de la desgracia por venir y del porvenir: “Acaso este hombre entrevé como en duermevela / que se ha desviado el curso de sus días”. De esta forma, una corriente de aire impulsa múltiples desplazamientos en una misma jaula. Uno sugiere el vuelo de un pájaro herido por su viaje migratorio. Otro transita los contornos de la figura del padre. Y uno más recorre las tensiones entre el mundo femenino y el masculino que se presentan en el poemario.
El primer vuelo nos remite a una distancia, a un exilio que solo puede ser atenuado con lo que tiene raíces en la memoria “Un paseo por Liniers / entre frutas y verduras / me llevaba al recuerdo / de las mañanas en Barranquilla”. En varios poemas alguien recuerda su tierra desde un ámbito ajeno, busca elementos que le acerquen a ese escenario en el que los sabores, los sonidos y las voces configuran un espacio para morar: un hogar. Esta postal será recurrente a lo largo del poemario, puesto que la casa/memoria se puebla de historias, ya sean sobre ese lejano lugar que es la infancia o sobre las historias de quienes (abuelos, tíos, hermanos) hacían presencia en ese espacio.
El siguiente revoloteo nos lleva a la figura del padre. Una imagen que, aunque no puede tocarse con las manos, se toca con el pensamiento, se visibiliza a través del ejercicio poético que nos ofrece un conjunto de imágenes que intentan abarcar su universo, pero, sobre todo, pretenden ubicar a quien está adentrándose en él. Quizá por ello la mirada poética dibuja las dinámicas de transferencia de conocimiento que se dan entre padre e hija. Por ejemplo, los poemas “Que un canario”, “Si usted quiere adiestrar un canario”, “Mi padre regalaba los canarios con mañas” y “Papá también adiestraba mirlas” representan una continuidad en la que observamos la mirada atenta de una hija que termina por aprender y hacer propio el universo del padre.
En ese sentido, ese relacionamiento también permite la apropiación de los saberes del padre, pues el sujeto poético, a través de la observación, logra comprender que:
“Si usted quiere adiestrar un canario
necesita saber que se le llama basto
cuando es principiante en el canto.
Se le da de comer alpiste, vegetales
y vitaminas para que cambie de plumas.
Empezado su entrenamiento
el pájaro pasa a ser pinto
y debe tener una rutina" (17).
El gesto llama la atención por la invitación a avistar el mundo de la competencia de trino, pero, sobre todo, porque, más allá de posibilitar entender cómo evoluciona la relación y cómo se mira el universo del padre, revela otras lógicas. Una ráfaga nos lleva a otro vuelo, nos redirecciona y observamos el choque entre los universos femeninos y masculinos que se construyen en la obra. Aparecen versos que revelan mundos vedados:
"Cuando no entrenaba a sus pájaros
practicaba boxeo,
sabía pelear
al menos eso decían
yo nunca lo vi” (14)
o
“Nunca presencié una competencia de trino.
No es un lugar para niñas” (19).
Aparecen dolores que se enquistan en la cotidianidad de los cuerpos femeninos:
“(…) Sus muertes llegan mientras río,
mientras amo, duermo
o escribo esto.
La muerte es una lección
y yo no la aprendo” (37).
La aparición de estos versos, la tensión constante que producen, nos permite pensar en las rutas paralelas que toma el poemario. Una define una violencia simbólica al enunciar las distancias generacionales y afectivas. Otra, al estar trenzada con el desenlace narrativo de este poemario, con la violencia física, la que atraviesa los cuerpos y las palabras, la que se posa en el nido. El poemario de Barraza puede verse entonces como una herida abierta, en la memoria y en el cuerpo, de la que brotan preguntas:
“¿Qué puede decir alguien
que está a punto de morir?
¿Encomendarse a un Dios,
revelar un secreto,
pedir un último deseo
o pronunciar el nombre
de su asesino?” (38).
También respuestas:
“Señores forenses,
ese cuerpo no les pertenece,
murió en mis brazos
y desde entonces
yo lo parí” (39).
Tal como arrasa, la violencia funda. Los rituales de la muerte se suceden. Hablan de otra continuidad que va más allá del dolor. Aparecen las costumbres “Para evitar que un muerto / se lleve a alguien de su casa / hay que sacarlo / con los pies mirando hacia la calle, / son los pies también / los primeros en ingresar al cementerio” (41), la fiesta “Ritual a seguir: / llorar, cantar, / tomar aguardiente / y darle de tomar / al cadáver” (42), las creencias populares “Una vez que el cuerpo estuvo adentro / cesaron los quejidos / y solo quedamos atentos / a que el sepulturero escribiera / el número de la tumba. / Número que mi familia / jugaría esa misma noche. / Mi abuelo juega cada día / con los números de sus hijos, / dice que las personas / dan en muerte / lo que nunca dieron en vida” (43).
Una vez el aviario está vacío y no se escuchan los ruidos del aletear constante ni de los cantos. La voz poética se torna más reflexiva y, mirando la ausencia, cuestiona las dinámicas masculinas y sus efectos, reivindica la figura materna, desanda los pasos para volver al hogar y emparentarse con el árbol de níspero con el que:
“Teníamos dos cosas en común,
haber sostenido su cuerpo
mientras sangraba
y mantenernos en pie
sin importar los disparos” (59).
Antes de terminar, es pertinente entrar a la jaula vacía y encontrar los puntos de fuga. Una vez adentro encontramos algunos barrotes torcidos. Primero, la imposibilidad del poemario de sostenerse sin pensarse como una unidad, es decir, pocos poemas, al no trascender la anécdota, se sostienen. En consecuencia, el libro necesita, por su corte narrativo, el conjunto para tomar vuelo.
Segundo, el componente artístico es meramente referencial, las ilustraciones pueden verse como los elementos de la casa que es el poemario o, incluso, como se enuncia en uno de los poemas, como los cuadros de los familiares muertos que la madre cuelga en casa y no es una opción quitarlos. Por ello, aunque se entienden como un gesto editorial que se ha ido consolidando, no ofrecen una expansión de lo poético o una vinculación que potencie la relación entre contenido poético y gráfico.
Tercero, si bien la irrupción del poema dedicado a la lideresa social asesinada logra ampliar las nociones de lo violento en el poemario, se desprende de las narraciones principales. Su inclusión se siente forzada, puesto que la intención política, la sutil denuncia de la violencia, ya estaba bien lograda en la articulación anterior, en tanto la alusión a los claroscuros de la competencia del trino, a las dinámicas al visitar la cárcel y el fatigoso proceso de ser espectador de las actuaciones de las instituciones estatales, lograr ser elocuentes a la hora de pensar las relaciones entre poesía y violencia.
Pese a ello, en el poemario, que también da cuenta de un proceso catártico y de duelo, la casa, el recuerdo del padre y la violencia son las jaulas desde las cuales canarios y mirlas cantan. La autora construye una poética que sobrevuela la ausencia y, en su tránsito, se remite a la infancia y al exilio para hurgar en la historia propia y trazar otra hacia las repercusiones, individuales y colectivas, que produce la pérdida. Fundada en un recuerdo, y poblada de paseos por la memoria, en la obra existe una visión sobre cómo germinan significados al indagar sobre la figura del padre. A su vez, cuestionamientos sobre "las herencias" o “legados” familiares que se configuran en la cotidianidad y, a manera de sombra larga, cobijan una serie de dudas que, poco a poco, se desbordan sobre las páginas.
Cerramos el libro y resuenan, de nuevo, las palabras de Carranza, pero ahora sabemos que no solo se ha desviado el curso de los días de un hombre, sino de todo un entramado familiar, de un cuerpo colectivo. Sabemos que asistimos al nacimiento del padre, pero esta vez desde la memoria, una memoria que no es lineal que se encamina por senderos paralelos para formar un conjunto. Sabemos que se sigue ampliando la relación entre lo humano y lo animal, ahora desde una mirada al eco del canto de los pájaros, en la poesía colombiana.
Recomendado para quienes se preguntan por el canto de los canarios y el destino del vuelo de las mirlas y para aquellos que desean explorar la huella/herida que se construye en el relacionamiento entre padres e hijos.