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Caminar sobre un puente

Caminar sobre un puente

Reflexiones sobre 'Algo blando en cada trámite' de Juan Afanador

Alejandro Sánchez

Caminar sobre un puente

Caminar sobre un puente: reflexiones sobre Algo blando en cada trámite de Juan Afanador

El libro Algo blando en cada trámite podría espantar al lector. Mirar la portada del primer libro de poesía del autor bogotano Juan Afanador (1992) da una sensación de mareo, de vértigo. Su título remite a esas formalidades o diligencias que todos queremos evadir. De fondo, la ilustración de uno de esos puentes largos e inoficiosos cercanos a las estaciones de transporte público que pululan por las calles bogotanas y logran, no sin cierto desagrado, perturbar a quien camina al pensar la distancia que debe recorrer.

El poemario de Afanador se divide en siete tramos irregulares. Siete partes de un mismo puente. Un puente con estaciones demarcadas. Con unos trayectos más largos que otros. Algunos con baches o cráteres, otros con rampas de acceso y señalización. En este artefacto las palabras y las imágenes, estas últimas a cargo de Ana Fino, se juntan para crear un libro-objeto con un cimiento de piedra muñeca o piedra amarilla que nos permite pensar en Bogotá como un lugar de enunciación. Al mismo tiempo, nos remite a propuestas que le anteceden como Botella papel de Ramón Cote Baraibar o Poemas urbanos de Mario Rivero.

Al recorrer la rampa de acceso encontramos un inicio prometedor. “Sala de espera”, un “poema prefacio”, plantea una presentación innovadora del texto y la existencia de un gesto editorial llamativo, en tanto vincula a todos aquellos que hacen parte de él (lector, escritor, editora, ilustradores, diagramadores, casa editorial e imprenta) en la página legal del libro, expandiendo las posibilidades de este registro usualmente formal. Seguidamente, a manera de índice, se presenta el “directorio”. Hasta aquí la novedad parece establecerse como una constante y el puente permanece bien apuntalado. Empezamos a detectar las primeras interacciones con el dibujo y vemos cómo la guía de lectura remite al juego, pues los bordes de la página nos trasladan a los viejos directorios telefónicos, como si el contenido lanzara la pregunta: ¿al momento de marcar (leer), contestará del otro lado la poesía?

El caminante avanza. Encuentra “Luces”, el primer tramo de este puente en zigzag. Allí se da una primera inserción al mundo de los trámites. A través, de nuevo, de la mixtura entre palabra e imagen. Así, la lectura de la luz, los trabajos en el alumbrado público, la relación luz y sombra junto a los destellos lumínicos y poéticos aparecen como actividades en una cotidianidad sin brillo donde lo mejor es estar a la sombra. Por ejemplo, el poema “Envés” expresa: 

       “En la sombra vivimos
       no la comunión nacional
       que todo lo abarca
       sino el lazo de los sobrevivientes 
       del suelo
       el asilo y la almohada” (17). 

Pero el problema de esa sombra es su opacidad. El autor sugiere la inauguración de una poética, de una forma de ver el mundo, que no requiere la luz o la iluminación para ver el brillo de las cosas. Si bien esta idea es disruptiva y entraña potencia, los poemas adquieren una tonalidad gris que no sugiere ni suscita otras reflexiones que vayan más allá del sutil y continuo desgaste de lo cotidiano.

Luego de cruzar los baches de este primer tramo, quien camina se encuentra con la serie “Cuadrículas”. A través de dieciséis poemas, se advierten algunas constantes del poemario como el papel de la cotidianidad (en “La irrazonable eficacia de la matemática), el intento de juego cómico con las decisiones burocráticas en la ciudad (el poema “Maleza” intenta narrar desde el humor algunas decisiones burocráticas cercanas al absurdo frecuentes en Bogotá) y la continuidad de la apuesta palabra-imagen que genera efectos interesantes en el título y contenido del poema “Notaría 22” y en la ejecución narrativa del texto “Lo de la tierra”. Sin embargo, preocupan los lugares comunes o imágenes débiles, por ejemplo, en el poema “Para Elisa”, cuando se compara la melodía con un algodón de azúcar que "ofrece calma". Si acaso existe un uso irónico, no se entiende del todo. Allí existe una intención, mas no un acierto. Hay experimentación, pero el experimento no se concreta, es fallido.

Después de ese tránsito, el viandante se enfrenta al apartado “Danzas” y anda con cuidado. A esta altura el piso puede salpicar la ropa de “Manchas”, un paso en falso puede torcerle el tobillo al tropezarse con el “Crecimiento” de las raíces de un mandarino en medio del cemento o asombrarse con la venta ambulante de apartados del Código Civil. Quizá este sea el tramo que mayor satisfacción ofrezca al caminante. En su recorrido podrá entrever la posibilidad de ver belleza en la basura y hacer poesía con ella a través del poema “Remolino”, de vincular otros soportes (hipertextos a Google Street View en los poemas “Cuestión Celeste” y “El recuerdo”, que siguen la línea ilustrativa) a los poemas y de extender las líneas de lo poético al incorporar una pieza comestible dentro del poema “En el Código Civil hay alimento”. En este último se resalta la novedad, pues el gesto estético sugiere literalmente que la poesía alimenta. Además, la inclusión de artículos de un libro de leyes en su gestación y composición logra que el absurdo se lleve a lo poético y el lector se haga partícipe al leer y alimentarse del libro.

Hasta aquí observamos una apuesta en la que se entrecruzan las palabras de quien escribe y las que recicla de sus experiencias/encuentros con personas, letreros y entidades (tanto físicas como digitales). Por ejemplo, en el poema “Límites”:

(40).

Las palabras, de quien escribe, se suceden para describir las distintas formas de nombrar los trazados que separan dos espacios o les dan término y, al final, aparece el “lenguaje encontrado”. El escrito opera recopilando un número de expresiones y una experiencia (encuentro del letrero) que devienen en el lenguaje constitutivo de la creación. Por ello, puede decirse que el libro define un lugar de enunciación que alude a cierto tránsito por diferentes espacialidades y, a su vez, pone en disputa la idea de autoría, ya que al incluir el denominado “lenguaje encontrado” (el cual toma forma en enlaces, epígrafes y conversaciones a lo largo del poemario) nos ubica ante la pregunta por el archivo y la ampliación de su concepto.

Luego de este buen sabor de boca, el paseante llega a “Trayectos”. Seis vías distintas en las que la materia poética parece esperar el dulce encuentro con la búsqueda poética del autor. El autor pasa de forma itinerante por espacios físicos (una calle, un avión, un paradero y un puente), escribe la anécdota, suspende el instante, intenta reflejar las ironías, los errores de una ciudad construida sobre arbitrariedades de distintos tamaños. Quizá porque mucho de lo realizado por Afanador parte del "ready made", de describir ciertos escenarios o situaciones de la forma más concreta posible y ver en ese solo gesto una potencialidad poética. Sin embargo, en este caso la contemplación que hace parte del ejercicio no le alcanza, carece de fuerza. Pese a ello, llaman la atención los espacios físicos para la palabra en el poema “Puente peatonal”, cuando se expresa: “que a estas alturas cree en pocas cosas / pero cree / en sí misma / en su nombre renovado / y en la potencia de volverse / completa multitud” (131), lo cual permite, a su vez, pensar el poema como un espacio para la subjetividad y lo político.

El peatón se acerca al final del camino. Entra al apartado “Lugares”. Allí encuentra una serie de poemas/parajes en los que se cuestiona cómo a fuerza de costumbre todo se vuelve paisaje. Donde se invita a la pregunta: ¿qué hacer con lo que vemos? En los que se juega a completar el sentido del texto. Dichos escenarios, y los que vendrán, el poemario es puro tránsito, enfatizan en el intento por ver más allá, por romper con la mirada instantánea como constante en la obra.

Los últimos pasos se dan en un señalizado “Reglamento interno”, espacio en el que el autor lanza una tabla de salvación. En ella intenta explicar algunas singularidades del poemario. De ahí que llame la atención una de sus consideraciones: “Que la poesía es prestar o poner atención. Prestarle o ponerle cuidado a algo. No solo a la belleza sino a un etcétera de experiencias que tiene y no tienen nombre”. Se revela el privilegio de las experiencias y ciertos azares a la hora de la creación (clave a la hora de pensar lo cotidiano). No obstante, el tratamiento deja la impresión de que la poesía puede ser cualquier cosa y, aunque puede serlo, el autor, pese a sus intentos, no logra que la fuerza de la poesía resida en captar y hacer sentir como excepcional todo lo que se percibe como banal. Por ello, no extraña que una buena idea se presente con una ejecución deficiente (como pasa con otros libros conceptuales en el país) al buscar nombrar lo que no tiene nombre (de inaugurar una mirada), de jugar con el lenguaje más allá de su apuesta formal.

Por otra parte, se resalta la consistencia propiciada por el escritor al sostener la existencia de una languidez en los trámites rutinarios, en la cotidianidad devenida en proceso burocrático. Sin embargo, parece que los atisbos de crítica a este estado de cosas se pierden en la resignación de aquel que mira sobre el puente al horizonte y, entre el esmog, se limita, mientras le arden los ojos, a observar el paisaje. Además, otro punto relevante tiene que ver con el papel de las ilustraciones que acompañan los poemas. Las imágenes son referenciales y composicionales, mas no interactivas, de manera que lo poético no encuentra una expansión o un diálogo sino un límite dentro del libro. Por ello, el problema de la imagen (y, en general, de todo el juego del libro) es que se le presta más atención a lo formal que a los poemas en sí mismos.

Finalmente, si bien entendemos que el acto poético se funda en la cotidianidad y sus escenas, en tanto quien escribe busca el sustrato poético en lo que dice la gente, en las imágenes que regala la ciudad, en sus absurdos sucesos diarios, el balance no resulta ser positivo. Existe una contención poética a lo largo del manuscrito, esbozada en la contraportada del libro: “Las palabras nos llevan a espacios inquietantes donde se trazan límites sobre las cosas”. La idea, aunque con un cariz de innovación, en su intento de dar una mirada diferente a la cotidianidad, de ir más allá de los límites, no logra que las creaciones dejen de ser una imagen, un retrato de la realidad de la que se alimenta (sobre todo en los poemas cortos –como “Rebrote”, “Destello”, “Se puede tapar con un dedo”, entre otros– que aspiran a tener la fuerza, la revelación, de un haiku, pero fallan en su intento). 

Después de caminar el puente, miramos hacia atrás y volvemos a la pregunta inicial de este escrito (¿al momento de marcar (leer) contestará del otro lado la poesía?). Quien camina saca su teléfono del bolsillo. Digita el número sosteniendo el libro en la otra mano. Se lleva el aparato al oído. Del otro lado no hay respuesta.

Recomendado para aquellos que puedan encontrarse en la siguiente premisa: el problema del poemario es su semejanza con la ingeniería colombiana. Es decir, quien camina, al principio, se deslumbra al observar las obras, pero, en el fondo, sabe, lo intuye (casi dolorosamente), la obra (puente/poemario) perderá su forma y comenzará a revelar sus grietas.